En el kilometro quince de la media maratón ya me dolía todo: las rodillas, los tobillos, hasta la cadera. Nunca había corrido más que esto, y todavía quedaban seis. Quise enfocarme en la resta y ya, en la supervivencia. Pero me acordé de las palabras de Juanes antes de que empezara la carrera: “no te pierdas tu carrera deseando que se acabe, enfocada en el final. Vívela, disfruta cada minuto. Que cuando se acabe, ya no podrás disfrutarla más”.
No voy a decir aquí que no hice restas, que no miré el reloj contando los kilómetros que faltaban, con algo de impaciencia y desesperación, que no me dije una y otra vez “tú puedes, sólo faltan…”. Cuando cumplí los 21k en mi reloj, pero todavía no llegaba, desbloqueé un nuevo nivel de cansancio físico y psicológico. “No. Puedo. Más”. No tenía presupuestados esos 800m extras que, luego entendí, me gané por ir de lado a lado de la calle buscando a Juanes con sus carteles motivantes. Casi vomito o caigo desmayada o, sin tanto drama, empiezo a caminar y ya.
Eso fue lo que pasó durante mi primera media maratón. Pero no sólo eso.
También fui feliz. Estuve presente y la viví con plena atención.
Disfruté cada una de las canciones que escogimos. Arcangel recogió con cucharita mi ánimo desparramado en el kilómetro 16 con Pa'que la pases bien. Empezar con Pasos de Gigante fue un boost de energía tropi-popsuda. Las canciones de alabanza fueron puro gozo renovado. Caribefunk con El Telón cruzando la meta hizo de ese último un momento sublime e inolvidable.
Me conmoví, al punto de las lágrimas (no muy compatibles con correr a un ritmo constante y respirar despacio), con la gente que se paraba a lado y lado de la calle con letreros, esperando a su persona amada, pero también animando a desconocidos. Cada vez que presenciaba el cambio en el rostro de alguien que veía entre los runners a quien esperaba, se me salía una sonrisa con la certeza de que el amor se ve y se toca y estaba en esos carteles y en esos gritos y en esas miradas. Me derretí de emoción cuando una de esas miradas era la de mi esposo, la de un amante expectante de su amada. En ese pequeño instante supe que era yo quien esa mirada buscaba y anhelaba, todo lo demás dejó de importar.
En otros momentos me concentré en mi cuerpo. La sensación de mi lesión, por la que estuve a punto de no poder correr, y la aceptación profunda de él. Escuché en algún podcast o leí en algún substack que para Simone Weil la mejor actitud frente al sufrimiento es imaginar que durará para siempre y aceptarlo así. La atención, que ella define como la manera de amar (amar es poner atención), debe también ser dirigida al dolor. Eso me jaló media carrera y me evitó desesperar frente a cada nueva molestia que aparecía. Estuve tan presente en mi cuerpo, en su fragilidad y su fuerza, en su naturaleza caída y su potencia infinita, que se me olvidaba a ratos que tenía cabeza. ¡Y qué grato descanso!
Claro que disfruté. Claro que viví cada minuto. Y claro que, también, conté los minutos para que se acabara. Como últimamente me estoy repitiendo para tantos asuntos, grandes y pequeños: ambas cosas pueden ser verdad al tiempo. No siempre.
Pero esta vez sí.
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